El propio anhelo vehemente de buscar la felicidad aleja la felicidad. Es un burdo truco de esta sociedad, un tosco ardid. Tanto ansío ser dichoso que no logro serlo; tantas expectativas inciertas de futuro albergo, que me impaciento, angustio y desespero; tanto pongo la mirada en el tiempo mejor que vendrá después, que no valoro el tiempo real, que es el presente. El que todo lo posterga para el futuro ya comprobará que el futuro nunca llega, y si estamos pendientes de las metas no estaremos en la grandeza y el aprendizaje del proceso. Pero a menudo el deseo se torna una idea, una obsesión implacable que se vive más como sensación mental que sensorial, pues la persona no aprecia lo que tiene y se obsesiona por aquello que puede tener para, cuando lo consigue, angustiarse por conservarlo e intensificarlo o aburrirse de ello y tener que desplegar las redes del anhelo vehemente en nuevas adquisiciones, acarreando el sabor amargo de la frustración y el tedio.
El apego enceguece de tal modo que la persona comete muchos errores básicos de la mente:
- No disfruta de lo alcanzado, porque deriva con ansiedad hacia lo <span class=" fbUnderline">no obtenido </span>la energía del apego.
- Se aferra de tal modo a lo que le place, que la posesión <span class=" fbUnderline">se torna inseguridad y miedo</span>, con lo cual tampoco hay un verdadero disfrute.
- Pone tanto énfasis en lo que puede ser, <span class=" fbUnderline">que menosprecia lo que es</span> y, además, siempre le parece más apetecible lo que no tiene y así «la hierba del vecino siempre es más verde que la propia».
Toda la Luz Divina para Ustedes
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